Mons. Giacomo, obispo italiano suspende durante tres años la presencia de padrinos en bautizos y comuniones
– Mons. Giacomo Cirulli recuerda que la presencia de estas figuras ya estaba señalada como no obligatoria por el Código de Derecho Canónico.
Mons. Giacomo, obispo italiano Foto por: Infocatolica
Por: Ale Villegas
(CATOLIN).– Este miércoles 8 de marzo, en la Audiencia General el Santo Padre continuó con su catequesis sobre la evangelización y el celo apostólico.
Esta es la catequesis completa sobre “El Concilio Vaticano II. La evangelización como servicio”:
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En la última catequesis, vimos que el primer “concilio” de la historia de la Iglesia -un concilio, como el Vaticano II- se convocó en Jerusalén para un asunto relacionado con la evangelización, es decir, el anuncio de la Buena Nueva a los no judíos -se pensaba que sólo a los judíos debía llevarse el anuncio del Evangelio-.
En el siglo XX, el Concilio Ecuménico Vaticano II presentó a la Iglesia como Pueblo de Dios peregrino en el tiempo y misionero por naturaleza (cf. Decr. Ad gentes, 2). ¿Qué significa esto? Hay como un puente entre el primer y el último Concilio, en el signo de la evangelización, un puente cuyo arquitecto es el Espíritu Santo.
Hoy escuchamos al Concilio Vaticano II, para descubrir que evangelizar es siempre un servicio eclesial, nunca solitario, nunca aislado, nunca individualista. La evangelización se hace siempre in ecclesia, es decir, en comunidad y sin proselitismo, porque eso no es evangelización.
El evangelizador, en efecto, transmite siempre lo que ha recibido. San Pablo lo escribió primero: el Evangelio que él anunciaba y que las comunidades recibían y en el que permanecían firmes es el mismo que el Apóstol mismo había recibido (cf. 1 Cor 15,1-3).
La fe se recibe y la fe se transmite. Este dinamismo eclesial de transmisión del Mensaje es vinculante y garantiza la autenticidad del anuncio cristiano. El mismo Pablo escribe a los Gálatas: “Si nosotros mismos, o un ángel del cielo, os anunciara un evangelio distinto del que os hemos anunciado, sea anatema” (1,8). Esto es hermoso, y esto es bueno para tantas visiones que están de moda.
La dimensión eclesial de la evangelización constituye, pues, un criterio de verificación del celo apostólico. Una verificación necesaria, porque la tentación de proceder “en solitario” está siempre al acecho, sobre todo cuando el camino se hace intransitable y sentimos el peso del compromiso.
Igualmente, peligrosa es la tentación de seguir caminos pseudo eclesiales más fáciles, de adoptar la lógica mundana de los números y las encuestas, de confiar en la fuerza de nuestras ideas, programas, estructuras, “relaciones que cuentan”. Esto no vale, esto debe ayudar un poco, pero lo fundamental es la fuerza que te da el Espíritu para anunciar la verdad de Jesucristo, para anunciar el Evangelio. Lo demás es secundario.
Ahora, hermanos y hermanas, nos situamos más directamente en la escuela del Concilio Vaticano II, releyendo algunos números del Decreto Ad gentes (AG), el documento sobre la actividad misionera de la Iglesia. Estos textos del Vaticano II conservan plenamente su valor incluso en nuestro contexto complejo y plural.
En primer lugar, este documento, AG, nos invita a considerar como fuente el amor de Dios Padre, que “con su inmensa y misericordiosa benevolencia liberadora nos crea y, además, por gracia nos llama a participar de su vida y de su gloria”. Esta es nuestra vocación. Por pura generosidad ha derramado y sigue derramando su divina bondad, para que, así como es creador de todo, sea también ‘todo en todos’ (1 Cor 15,28), procurando tanto su gloria como nuestra felicidad” (n. 2).
Este pasaje es fundamental, porque dice que el amor del Padre tiene como destinatario a todo ser humano. El amor de Dios no es sólo para un pequeño grupo, no… para todos. Meteos bien esa palabra en la cabeza y en el corazón: todos, todos, nadie excluido, eso es lo que dice el Señor.
Y este amor a todo ser humano es un amor que llega a cada hombre y a cada mujer por la misión de Jesús, mediador de salvación y redentor nuestro (cf. AG, 3), y por la misión del Espíritu Santo (cf. AG, 4), que actúa en todos y cada uno, bautizados y no bautizados. El Espíritu Santo actúa!.
El Concilio, además, recuerda que es tarea de la Iglesia continuar la misión de Cristo, que fue “enviado a llevar la buena noticia a los pobres; por eso -continúa el documento Ad gentes- es necesario que la Iglesia, siempre bajo la influencia del Espíritu Santo, el Espíritu de Cristo, siga el mismo camino que siguió Cristo, es decir, el camino de la pobreza, de la obediencia, del servicio y de la abnegación hasta la muerte, del que luego salió victorioso cuando resucitó” (AG, 5). Si permanece fiel a este “camino”, la misión de la Iglesia es “la manifestación, es decir, la epifanía y la realización, del designio divino en el mundo y en la historia” (AG, 9).
Hermanos y hermanas, estas breves pistas nos ayudan también a comprender el sentido eclesial del celo apostólico de cada discípulo-misionero. El celo apostólico no es un entusiasmo, es otra cosa, es una gracia de Dios, que debemos custodiar.
Debemos entender el significado porque en el Pueblo de Dios peregrino y evangelizador no hay sujetos activos y pasivos. No hay quien predica, quien anuncia el Evangelio de una u otra manera, y quien calla. No. “Todo bautizado -dice Evangelii Gaudium-, cualquiera que sea su función en la Iglesia y el grado de instrucción en su fe, es sujeto activo de la evangelización” (Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium, 120).
¿Es usted cristiano? “Sí, he recibido el Bautismo…”. ¿Y evangelizas? “Pero, ¿qué significa esto…?”. Si no evangelizas, si no das testimonio, si no das testimonio del Bautismo que has recibido, de la fe que el Señor te ha dado, no eres un buen cristiano. En virtud del Bautismo recibido y de la consiguiente incorporación a la Iglesia, todo bautizado participa en la misión de la Iglesia y, en ella, en la misión de Cristo Rey, Sacerdote y Profeta.
Hermanos y hermanas, esta tarea “es una e inmutable en todo lugar y en toda situación, aunque según las circunstancias cambiantes no se realice del mismo modo” (AG, 6). Esto nos invita a no esclerotizarnos ni fosilizarnos; nos redime de esta inquietud que no es de Dios. El celo misionero del creyente se expresa también como búsqueda creativa de nuevas formas de anunciar y testimoniar, de nuevas maneras de encontrar la humanidad herida que Cristo asumió.
En definitiva, de nuevas formas de prestar servicio al Evangelio y prestar servicio a la humanidad. La evangelización es un servicio. Si una persona se dice evangelizadora y no tiene esa actitud, ese corazón de siervo, y se cree amo, no es evangelizadora, no… es un pobre hombre.
Volver al amor fuente del Padre y a las misiones del Hijo y del Espíritu Santo no nos encierra en espacios de estática tranquilidad personal. Al contrario, nos lleva a reconocer la gratuidad del don de la plenitud de vida a la que estamos llamados, don por el que alabamos y damos gracias a Dios.
Este don no es sólo para nosotros, es para darlo a los demás. Y nos lleva también a vivir cada vez más plenamente lo que hemos recibido, compartiéndolo con los demás, con sentido de responsabilidad y caminando juntos por los senderos, a menudo tortuosos y difíciles, de la historia, en espera vigilante y laboriosa de su cumplimiento. Pidamos al Señor esta gracia, para comprender esta vocación cristiana y dar gracias al Señor por lo que nos ha dado, este tesoro. Y tratar de comunicarlo a los demás.
Ale Villegas es jefa de redacción en CATOLIN, Licenciada en Derecho por la Universidad Veracruzana (UV) y en Geografía por la Universidad Veracruzana.